Llegamos a las puertas doradas de Le Cabaret du Ciel. Éstas estaban pintadas con un azul tenue y brillante por la parte superior. Ángeles, nubes forradas de oro, santos, hojas sagradas de palma y toda una parafernalia sugerente a que aquellos dominios pertenecían absolutamente a San Pedro.
En el interior sonaba de fondo música la iglesia y el techo se ‘desenrrollaba como un pergamino en todo su esplendor con oropel para dar la bienvenida a los nuevos angeles.
Revoloteando por la habitación habían muchos más ángeles… todos con túnicas blancas, sandalias en sus pies, y todos con alas de gasa que se sacuden de sus omóplatos y halos de latón encima de sus pelucas amarillas. Estos eran los camareros, los “garcons” del cielo, listos para tomar las comandas de las bebidas. Uno de ellos, con el rostro de un villano fuerte en un melodrama y una barba de una semana, rugía a la llegada de los usuarios: «Los saludos del cielo , hermano! Bienaventuranza eterna y la felicidad son para ti. Tú, que nunca te desviaste de sus rutas de oro ! Respire pues su pureza sagrada y la renovación de la exaltación. Prepárate para encontrarte con tu gran Creador y no se olvide del ‘’garcon’’! »
Una larga mesa cubierta de blanco se extendía a todo lo largo de la sala. Jarrones y candelabros dorados, junto con pintas de espumosas cervezas aliviaban la blancura muerta de la mesa. El techo era una representación impresionista de cielo azul, nubes algodonosas, y estrellas de oro. De fondo, un órgano continuamente retumbaba música sacra,… quizás para aumentar la solemnidad del lugar…
Mientras tanto.. los camareros y camareras, mortales como los propios visitantes, de manera vivaz y ruidosa se entregaban ala complacencia de los allí presentes.
De pronto, sin el menor aviso, cuando nadie lo esperaba, aparecía San Pedro en el cielo de la sala desde un agujero que había. Miraba solemnemente hacia abajo a la multitud en las mesas y pensativo se rascaba la pierna izquierda. Desde detrás de una nube oscura sacaba un recipiente de loza blanca que contenía agua bendita y, después de varios signos misteriosos se mojaba sus huesudas manos y salpicaba a los pecadores allí presentes para , poco a poco, irse desvaneciendo en una niebla repentina.
El cortejo real del reino de los cielos ya se estaba formando en un extremo de la habitación ante un altar. Un personaje representaba a un cerdo de oro. .. un gran obeso, en cuclillas miraba a los presentes sobre una inmensa papada jovial. Velas encendidas chisporroteaban sobre los costados. Todos los allí presentes debían participar en la procesión. Asi pues cada uno debía inclinarse con reverencia y se persignarse frente a aquel ser. Un hombre pequeño, vestido con un holgado vestido y negro gorro, evidentemente Dante, ofició de maestro de ceremonias.
El desfile comenzó su gira por la habitación, Dante, llevando un bastón rematado por un toro de oro iba a la cabeza. Músicos vestidos de ángel, jugando con las liras y arpas sagradas, seguían su estela. Los garcons ángel cerraban el cortejo, sus alas de gasa y halos de latón se balanceaban de manera majestuosa mientras caminaban a lo largo.
Dante anunciaba , con su voz rasposa, que aquellos mortales que deseen convertirse en ángeles debían seguir a un ángel en concreto hacia otra habitación.
La segunda sala era una habitación grande, todo un espejismo de oro y plata. Las paredes estaban salpicadas de pepitas en llamas, rocas de lona de colores y las luces eléctricas. La gente tomaba allí asiento en bancos de madera al frente de una hendidura en las rocas, y esperaban a la continuación del show…
Las luces se apagaban y la grieta cobraba vida llenándose de luz. De ella salían bellísimos ángeles femeninos, realmente scasos de ropajes, flotando en el espacio etéreo limitado y mostrando la mejor de las sonrisas. Bajaban en picado y giraban en círculos al tiempo que lanzaban besos a los allí presentes
Acto seguido, el proponía que aquellos que deseasen ser angeles, dieran un paso al frente y acompañases a una bellísima angel femenino hacia otra sala. Para asombro de todos, ahora aparecían flotando y ataviados sobre sus ropas con alas esponjosas, los valientes espectadores que deseaban esta transformación.
El espectáculo del cabaret finalizaba cuando el ‘Padre tiempo’ , con una voz sepulcral que provenía bajo una espesa y larga barba, aseguraba que transcurriría mucho tiempo en el paso de la guadaña en sus vidas y despedía a los visitantes con profundas reverencias.
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